domingo, 26 de septiembre de 2010

Mercado editorial

Entras en una librería minúscula. No pequeña, minúscula. Quisieras comprar un libro o dos, porque crees en la razón de ser de las librerías minúsculas. Las librería minúsculas merecen sobrevivir, piensas. Merecen ocupar su espacio, aunque éste sea minúsculo también. Su sola existencia expresa una resitencia dolorosa, que te gustaría apoyar de algún modo. Saludas al librero, que en este caso es el propietario. Preguntas algo, por cortesía, para romper el hielo, como se dice, aunque la expresión te disgusta (¿quién rompe el hielo? ¿dónde?). Aunque la gente en general te repugne, eres un férreo defensor del diálogo entre pares, cuando éste es genuino y radical. El librero te recomienda con vehemencia dos o tres libros, en los que no habías reparado. Él también es un entusiasta del diálogo fraternal. Lo agradeces de algún modo, piensas que están bien los consejos, las recomendaciones, el calor cercano que nos humaniza, no como en las vastas superficies comerciales de las afueras, en las que un frío y un olor repugnantes se apoderan de los objetos y las almas de los que las habitan.

Pero en el fondo, a qué negarlo, hay una parte de tí, minúscula quizá, que está empezando a odiar al librero. Tu siempre has preferido seleccionar los libros un poco al azar, con criterios tan caprichosos pero eficaces como el color de sus portadas. ¿Qué hacer? Un sentimiento de culpa, cada vez más punzante te recorre los ojos nerviosos. Los libros no están organizados ni por el nombre del autor, ni por su género, lo que te disgusta también, puesto que te obliga a buscar a ciegas, entre decenas de tomos indistinguibles por tu irritante miopía. La librería es minúscula, ya lo he dicho. Y oscura, cada vez más. En un momento dado (esta expresión te disgusta todavía más ¿quién debe ser el encargado de "dar" los momentos? quizá el librero, especulas) coges un libro, y lo tienes entre tus manos un buen rato. Te interesa, pero sólo vagamente. Ni de largo cumple con tus expectativas, si lo compras sólo será por pena. Veinticinco euros por humanitarismo. Los cafés de todo un mes, piensas. Miras al librero fijamente, ahora te parece mayor de lo que te había parecido en primera instancia. La culpa pasa de los ojos a la nariz, a la espalda. ¿Cuántos años debe tener? 67 al menos. ¿Puede que además sea argentino? Como Borges, como Cortázar, como Saer, como Arlt, piensas todavía más apesadumbrado. O uruguayo como Benedetti u Onetti. La Suiza del Sur, piensas para tí mismo. En un descuido por su parte, dejas el libro que tenías en las manos encima de la primera estantería que se cruza en tu camino, y sales apresuradamente, sin despedirte. Ya en la calle, una sensación de alivio. Piensas MIERDA MIERDA MIERDA MIERDA, así, en mayúsculas pero flojito. Anotas en tu libreta dos o tres títulos que te han interesado. Compras los libros una hora más tarde, en el Gran Centro Comercial de las Afueras. Los encuentras rápidamente. Compras otro libro que no tenías anotado, pero que llevabas tiempo buscando. Te satisface que todavía se respete un cierto orden, anque sea el alfabético.