sábado, 16 de mayo de 2009

Réquiem en aguas oscuras

Es cosa sabida. En el estanque del parque del Retiro vive escondido un monstruo marino. Llevo varios días tratando de avistarlo, puede que meses, no estoy muy seguro. Para ello me escondo minuciosamente en los aledaños del lago, casi todas las tardes, incluso muchas mañanas, cuando el trabajo me lo permite.

Cuando pasan las hordas de turistas rusos, disimulo. También disimulo cuando los mariachis ocasionales me escrutan, burlones. Disimulo todo el tiempo. Sólo me comprende silenciosamente aquél hombre joven, cuyo nombre nunca sabré, y que reza puntualmente orientado hacia la Meca, pertrechado tras la sombra de este banco intrascendente. Los atletas dominicales me ignoran. Los encargados de recoger la basura me odian íntimamente, con un odio fraternal, bien lo sé. Pero nadie podrá disuadirme en mi empeño zoológico y metafísico.

Todo empezó, como siempre, o como casi siempre, por azar (o al menos así me conviene recordarlo). Al principio una leve sombra, al día siguiente un destello inesperado, un tiempo más adelante las huellas inequívocas, consolidando lo que sólo podía ser un indicio fantasmal. No quería creerlo, me resistía a hacerlo, pero ahí estaba, todo era monstruo y el mostruo (ya) era yo.

¿De qué me serviría capturarlo? Sólo valdría para confirmar lo evidente, y yo odio las redundancias, especialmente caras a los periodistas y los voceros. Me basta con verlo, una única vez será suficiente.

Algunas tardes he pensado que en realidad el monstruo no existe, que todo ha sido fruto de una deducción precipitada. Pero es justo entonces cuando con más fuerza las aguas se retuercen y vibran, sólidamente. Y un fulgor mineral brilla entre las algas, su figura espectral y el soberbio espinazo de musgo y piedra, recordándome que todo es entraña y fango, y que somos misterio insondable, baba petrificada, corteza y tiempo.

Llueve sin misericordia. Y en los confines de cada ciénaga resucita mi obsesión sofocada.